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No llegué a entenderlo hasta 27 años después.

Nació ya con esa nubecita sobre su cabeza. Todos se extrañaron, pero nadie dijo nada. El tiempo pasó y al final todos nos acostumbramos.

A la vez que crecía y su cuerpo se estiraba, la nube también lo hacía.

Cuando dormía, la nube se dejaba caer sobre su cabecita y reposaba con él.

Si llovía no dejaba que se mojara, y si hacía sol le protegía de sus rayos para que no se quemase.

Reía, lloraba, jugaba y hasta se duchaba con la nube siempre sobre su cabeza, como si de su guardiana se tratara.

Nunca hablaba de ella, nunca la mencionaba… ¿sabría que estaba ahí? Ahora no lo tengo tan claro.

Un día le encontré acurrucado a la pared, llorando, con las piernas encogidas… y sin la nube sobre su cabeza.

Le pregunté que le pasaba y me contestó, mirando con nostalgia por la ventana que, antes cuando llovía no se mojaba, cuando hacía sol no se quemaba pero que hoy se había mojado y que cuando volvió a salir el sol se había quemado.

Entonces lo supe, le cogí la mano, le presté mi paraguas, y mirándole a los ojos, sin la sombra de aquella nube le dije… ya eres libre, por fin ya puedes elegir, puedes elegir mojarte bajo la lluvia o no, que los rayos de sol quemen tu rostro o protegerte… eres libre. Has madurado.

“No podemos pretender vivir siempre bajo la nube que nos retiene, tenemos que adquirir las armas suficientes para liberarnos y tomar nuestras propias decisiones, ser responsables de nuestros actos y no ponerles límite. Las buenas personas que se rigen por el corazón pueden dejar que su nube se marche…”